Valores

¿Qué aprendemos hoy de la hidalguía de Don Quijote?

Carlos Fuentes, 
Discurso para el Premio Cervantes 


... Daniel Defoe escribe el Robinson Crusoe con el tiempo de una modernidad consonante. Miguel de Cervantes escribe el Quijote a contratiempo, desautorizado por la historia inmediata, respondiendo no tanto a lo que está allí sino a lo que hace falta; potenciando la imaginación para hablarnos menos de lo que vemos que de lo que no vemos; de lo que ignoramos, más de lo que ya sabemos.
Unamuno ve las caras de Robinson y Quijote; en la del inglés, reconoce a un hombre que se crea una civilización en una isla; en la del español, a un hombre que sale a cambiar el mundo en que vive. Hay esto, pero algo más también: la tradición de Robinson será la de la seguridad, la coincidencia con el espíritu del tiempo, incluyendo una coincidencia con la crítica del tiempo, pero a veces, también, la arrogancia de nombrarse protagonista del mismo. La poética de Robinson será la de la narrativa lineal, realista, lógica, futurizante, poblada por seres de carne y hueso, definidos por la experiencia: Robinson y sus descendientes leen al mundo.
“Cervantes potencia la imaginación para hablarnos de lo que ignoramos, más de lo que ya sabemos.“
Quijote y los suyos son leídos por el mundo, y lo saben. La tradición quijotesca no disfraza su génesis fictiva; la celebra; sus personajes no son entes psicológicos, sino figuras reflexivas; no el producto de la experiencia, sino de la inexperiencia; no les importa lo que saben, sino lo que ignoran: lo que aún no saben. No se toman en serio; admiten que su realidad es una mentira. Pero esa maravillosa mentira, la novela, salva, nos dice Dostoyevsky hablando de Cervantes, a la verdad.
La poética de La Mancha y su descendencia numerosa, que un día antes que yo evocó aquí mismo el gran novelista cubano Alejo Carpentier, incluyen a los hijos de Don Quijote, el Tristram Shandy de Sterne, contemplando su propia gestación novelesca; y el fatalista de Diderot, Jacques, ofreciéndole al lector repertorios infinitos de probabilidades; a sus nietas, la Catherine Moorland de Jane Austen y la Emma Bovary de Gustave Flaubert, que también creen todo lo que leen; a sus sobrinos el Myshkin de Dostoyevsky, el Micawber de Dickens y el Nazarín de Pérez Galdós: todos aquellos que escogen la difícil alternativa de la bondad y por ello sufren agonía y ridículo; y si todos ellos son descendientes de Don Quijote lo son, acaso, de San Pablo también, pues la locura de Dios es más sabia, dice el santo, que toda la sabiduría de los hombres.
La locura de Don Quijote y su descendencia es una santa locura: es la locura de la lectura. Su biblioteca de libros de caballerías es su refugio inicial, la protección de su supuesta locura, que consiste en dar fe de la lectura. Pero esta convicción entraña el deber de actualizar sus lecturas.
Don Quijote sale a probar la existencia de una edad pasada, cuando el mundo era igual a sus palabras. Se encuentra con una edad presente, empeñada en separarlo todo. Sale a probar la existencia de los héroes escritos: los paladines y caballeros andantes del pasado. Encuentra su propia contemporaneidad en un hecho para él irrefutable: Don Quijote, como sus héroes, también ha sido escrito.
Quijote y Sancho son los primeros personajes literarios que se saben escritos mientras viven las aventuras que están siendo escritas sobre ellos. Colón en la tierra nueva, Copérnico en los nuevos cielos, no operan una revolución más asombrosa que ésta de Don Quijote al saberse escrito, personaje del libro titulado El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

La información moderna, el privilegio pero también la carga de la mirada plural, nacen en el momento en que Sancho le dice a Don Quijote lo que el bachiller Sansón Carrasco le dijo a Sancho: estamos siendo escritos. Estamos siendo leídos. Estamos siendo vistos. Carecemos de impunidad, pero también de soledad. Nos rodea la mirada del otro. Somos un proyecto del otro. No hemos terminado nuestra aventura. No la terminaremos mientras seamos objeto de la lectura, de la imaginación, acaso del deseo de los demás. No moriremos -Quijote, Sancho- mientras exista un lector que abra nuestro libro.
Paso definitivo de la tradición oral a la tradición impresa, Don Quijote, culminando prodigiosamente su novedad novelesca, es el primer personaje literario, también, que entra a una imprenta para verse a sí mismo en proceso de producción. Ello ocurre, naturalmente, en Barcelona.
El precio de esta aventura de Don Quijote, su pasaporte entre dos tiempos de la cultura, es la inestabilidad. Inestabilidad de la memoria: Don Quijote surge de una oscura aldea, tan oscura que su aún más oscuro -su incierto- autor, ni siquiera recuerda o no quiere recordar, el nombre del lugar. Don Quijote inaugura la memoria moderna con la ironía del olvido: todos sabían dónde estaba Troya y quién era Aquiles; nadie sabrá quién es K el agrimensor de Kafka, o dónde está El Castillo, dónde está Praga, dónde está la historia.
Inestabilidad, en segundo lugar, de la autoría: ¿quién es el autor del Quijote, un tal Cervantes, más versado en desdichas que en versos, o un tal de Saavedra, evocado con admiración por los hechos que cumplió, y todos por alcanzar la libertad; el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli, cuyos papeles son vertidos al castellano por un anónimo traductor morisco, y que serán objeto de la versión apócrifa de Avellaneda?
¿Pierre Ménard, autor del Quijote? ¿Jorge Luis Borges, autor de Pierre Ménard y en consecuencia ... ?
Inestabilidad del nombre, en tercer lugar. "Don Quijote" es sólo uno de los nombres de Alonso Quijano, que quizás es Quixada o Quesada y que, apenas incursiona en el género pastoril, se convierte en Quijotiz; apenas entra a la intriga de la corte de los duques se convierte en el don Azote de la princesa Micomicona; cambian de nombre sus amantes -Dulcinea es Aldonza-, sus yeguas -Rocín-antes-, sus enemigos -Mambrino se convierte en Malandrino- y hasta sus infinitos autores: Benengeli se nos convierte en Berenjena.
Memoria inestable, autoría y nominación inestables; búsqueda, en consecuencia, del género mismo, del visado que nos diga: soy literatura, soy novela. Pero esto tampoco escapa a la inseguridad. Inaugurando la novela moderna, Cervantes nos dice: éste es el género de todos los géneros y la contaminación de todos ellos, de todo cuanto esta novela, Don Quijote, abarca: picaresca y épica, pastoril y amorosa, novela morisca y novela bizantina, interpolada e interrumpida: indefinición de las categorías perfectas y cerradas; conflicto y contagio perpetuo del lenguaje. Radicalmente moderno, Cervantes nos dice desde el siglo XVII: recuerden, podemos olvidar; miren, no sabemos quiénes somos; escuchen, ya no nos entendemos.

Si el tiempo de la Contrarreforma, que es el suyo, le pide unidad de lenguaje, Cervantes le devuelve multiplicidad de lenguajes; si quiere fe, le devuelve dudas. Pero si la modernidad exige, por su lado, la duda constante, Cervantes, más moderno que la modernidad, le devuelve la fe en la justicia y el amor, y le exige el mínimo de unidad que nos permita comprender la diversidad misma.
Cervantes nos dice que no hay presente vivo con un pasado muerto. Leyéndolo, nosotros, hombres y mujeres de hoy, entendemos que creamos la historia y que es nuestro deber mantenerla. Sin nuestra memoria, que es el verdadero nombre del porvenir, no tenemos un presente vivo: un hoy y un aquí nuestro, donde el pasado y el futuro, verdaderamente, encarnan. Mirada extraordinaria del discípulo de Alcalá de Henares sobre su mundo y el nuestro; la suya es la más ancha de las modernidades. Contratiempo, sí, y paradoja que acaso no lo sea tanto: novela permanente, origen del género pero también destino del mismo, el Quijote es nuestra novela y Cervantes es nuestro contemporáneo porque su estética de la inestabilidad es la de nuestro propio mundo.
A las crisis de entonces y de ahora Cervantes les indica el camino de una apertura que convierte a la inseguridad en el motivo de una creación constante. Cervantes inventa la novela potencial, en conflicto y en diálogo consigo misma, que es hoy la novela de Italo Calvino, de Milan Kundera y de Juan Goytisolo: la invitación quijotesca es la invitación perpetua a salir de nosotros mismos y vernos -a nosotros y al mundo- como enigma, pero también como posibilidad incumplida. La novela, para ganarse el derecho de criticar al mundo, comienza por criticarse a sí misma: la interrogante de la obra produce la obra.

Pero si la poética de La Mancha es la del mundo contemporáneo, también es la del Nuevo Mundo americano. Desde la fundación, nosotros nos preguntamos, como el lector de Cervantes, ¿quién es el autor del Nuevo Mundo? ¿Colón, que lo pisó primero, o Vespucio, que primero lo nombró? ¿Los dioses que huyeron, o el Dios que llegó? ¿Los anónimos artesanos mestizos de nuestras iglesias barrocas, o la afamada poeta barroca, obligada a guardar silencio por las autoridades? ¿Y dónde está el Mundo Nuevo? ¿En un lugar de Macondo, de cuyo nombre no quiero acordarme? ¿En un lugar en Comala, en un lugar de Canaima, en las alturas de Macchu Picchu? ¿Existen realmente esos lugares, son ciertos sus nombres? ¿Qué quiere decir "América"? ¿A quién le pertenece ese nombre? ¿Qué quiere decir "el Nuevo Mundo"? ¿Cómo pudo transformarse la dulce Cuauhnáhuac azteca en la dura Cuernavaca española? ¿Cómo bautizar el río, la montaña, la selva, vistos por primera vez? Y sobre todo, ¿cómo nombrar el vasto anonimato humano -indio y criollo, mestizo y negro- de la cultura multirracial de las Américas?
Darle voz y nombre a quienes no los tienen: la aventura quijotesca aún no termina en el Nuevo Mundo. Recordar que había una civilización del Nuevo Mundo antes de 1492 y que aunque la conquista propuso una nueva historia, los conquistados no renunciaron a la suya. El recuerdo ilumina el deseo, y ambos se reúnen en la imaginación: ¿quién es el autor del Nuevo Mundo?
Somos todos nosotros: todos los que lo imaginamos incesantemente porque sabemos que sin nuestra imaginación América -el nombre genérico de los mundos nuevos- dejaría de existir.
A partir de la imaginación los hispanoamericanos estamos intentando llenar todos los abismos de nuestra historia con ideas y con actos, con palabras y con organización mejores, a fin de crear, en el Nuevo Mundo hispánico, un mundo nuevo, una realidad mejor, en contra del capricho del más fuerte, que se sustenta en la fatalidad; a favor del diálogo y de la coexistencia, que se sustentan en la libertad, y otorgándole un valor específico al arte de nombrar y al arte de dar voz. Escritores, somos también ciudadanos, igualmente preocupados por el estado del arte y por el estado de la ciudad.
Portamos lo que somos en dirección de lo que queremos ser: voces en el coro de un mundo nuevo en el que cada cultura haga escuchar su palabra. La nuestra se dice (y a veces hasta seduce) en español y con ella queremos hablarle a un planeta que no puede limitarse a dos opciones, dos sistemas, dos ideologías, sino que pertenece a múltiples culturas humanas y a sus fecundas posibilidades, hasta ahora apenas expresadas.
Sin embargo, la velocidad de los avances tecnológicos, la creciente interdependencia económica y el carácter instantáneo de las comunicaciones, forman parte de una dinámica global que no se detiene a preguntarle a nadie: oye, ¿ya decidiste cuál es tu identidad?
1992 es quizás nuestra última oportunidad de decirnos a nosotros mismos: esto somos y esto le daremos al mundo. Ejemplifico, no agoto: somos esta suma de experiencias, esta capacidad para actualizar los valores del pasado a fin de que el porvenir no carezca de ellos, este sentimiento trágico de que ninguna receta ideológica asegura la felicidad o puede, por sí misma, impedir la infelicidad si no va acompañada de algo que nosotros, los hispánicos, conocemos de sobra: el poder del arte para compensar y completar la experiencia histórica, dándole sentido y convirtiendo la información en imaginación. Es la lección de La Mancha: Cervantes. Es también la lección de Comala: Rulfo; y la de Santa María: Onetti.
No estamos solos y nos encaminamos hacia el mundo del siglo venidero con ustedes, los españoles, que son nuestra familia inmediata. Nos necesitamos. Pero, también, el mundo del futuro necesita a España y a la América española. Nuestra contribución es única; también es indispensable; no habrá concierto sin nosotros. Pero antes debe haber concierto entre nosotros. A España le concierne lo que ocurre en Hispanoamérica y en Hispanoamérica nos concierne lo que ocurre en España. Sólo necesitándonos entre nosotros, el mundo nos necesitará también. Sólo imaginándonos los unos a los otros, el mundo nos imaginará.
...

¿Y qué agregaría Sancho Panza? 

DISCURSO ELENA PONIATOWSKA (2014)
... Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan. Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”. Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo. 8 El poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos. A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó: —Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes? Paula le dijo su edad y Luna insistió: —¿Antes o después de Cristo? Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el “Excélsior”, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”. A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
 En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección. Muchas gracias por escuchar.

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